noviembre 2024 | ||||||
---|---|---|---|---|---|---|
dom. | lun. | mar. | mié. | jue. | vie. | sáb. |
1 | 2 | |||||
3 | 4 | 5 | 6 | 7 | 8 | 9 |
10 | 11 | 12 | 13 | 14 | 15 | 16 |
17 | 18 | 19 | 20 | 21 | 22 | 23 |
24 | 25 | 26 | 27 | 28 | 29 | 30 |
abril |
China es un invento de los japoneses
(Traduzco y reproduzco un artículo del profesor Jakob Adenauer, publicado en el Leipziger Morgenblatt el 13 de junio de 2005.) China en realidad no existe. Si no, cómo se explica que aún no haya alcanzado el estatus de gran potencia mundial que se suponía iba a alcanzar hace más de un siglo, cuando Bismarck ya amenazaba con que el mundo temblaría cuando el gigante chino despertara. Llevo además décadas leyendo que en pocos años ese país sería una de las principales potencias mundiales y hasta ahora, nada; sólo amenazas. Otra prueba de la inexistencia de China es su elevadísima población y su inverosímil ritmo de crecimiento. Si hubiera tantos chinos como se dice, gran parte del país se hubiera hundido por el peso. Cualquier estudio geológico serio y no silenciado por los poderes fácticos confirmaría este hecho casi evidente. En realidad, China es un hábil instrumento propagandístico de los japoneses, utilizado para desviar los temores de Occidente hacia un enemigo económico imaginario. Es decir, se usa a modo de maniobra distractora. Ejemplo: los restaurantes chinos sirvieron para desviar la atención y permitir que los japoneses pudieran acabar importando su sushi. Obviamente la comida china no existe. El servicio secreto japonés la inventó en los años sesenta. La misma muralla china sólo es una construcción de Gengis Kahn de apenas una decena de kilómetros de largo. La levantó junto al mar (donde está China hay un enorme mar) para señalar lo que él creía el fin del mundo. Las discrepancias entre las fechas en las que vivió Kahn y las supuestas fechas de construcción de la muralla no son más que, de nuevo, maniobras de confusión de los japoneses. Hong Kong, Pekín, Shangai y demás zonas turísticas son en realidad pequeñas islas artificiales. De hecho y por ejemplo, los famosos guerreros de Xi’an se fabricaron en los años setenta. ¿O es que alguien puede creer que un tesoro tan valioso pasó siglos bajo tierra hasta que dos campesinos decidieron cavar un pozo? ¡Absurdo! Asimismo y por poner otro ejemplo de hasta dónde llega la manipulación nipona, la reciente “guerra comercial” por los bajos precios de productos textiles chinos no es más que una reventa masiva de ropa taiwanesa, para hacer creer al resto del mundo que la amenaza china es real e inminente. Taiwan sí que existe. De hecho, sus habitantes llevan medio siglo insistiendo con razón en que ellos son la verdadera China, pero, claro, la economía japonesa es muy influyente en los círculos políticos occidentales. Lo suficiente como para hacer creer que los taiwaneses hablan “de otra cosa”, es decir, de una supuesta guerra civil, etcétera, etcétera. Obviamente, son habituales los sobornos a funcionarios de la Onu, de embajadas, consulados y ministerios de asuntos exteriores. De ahí también que se le concedan tantas prerrogativas a una (inexistente) dictadura comunista en pleno siglo 21. Son los japoneses, que lo tapan todo con dinero para asegurarse de que pueden vendernos sus aparatos electrónicos. La idea de inventarse China fue de Yukichi Fukusawa, quien la propuso al emperador Mutsuhito tras volver de sus viajes por Europa y Estados Unidos a mediados del siglo 19. No en vano, este emperador inició la Era Meiji y llevó adelante la revolución social e industrial de Japón, sirviéndose en gran medida del mito chino. Lo primero que hizo Fukusawa fue publicar la falsa traducción al inglés y al japonés de un supuesto libro de viajes. Se trataba, claro, del libro de Marco Polo, quien en realidad tampoco existió. De todas formas, los italianos no tardaron en apropiarse el personaje, por aquello del buen nombre del país. Pero, claro, la verdad tenía que acabar saliendo a la luz. Como dijo Confucio, “la verdad anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua”. Claro que Confucio tampoco existió y es en realidad invención de James Joyce, esbirro de los japoneses.